miércoles, 25 de marzo de 2020

Ni patria ni rey ni hostias


En el principio, el ser humano corría detrás de los animales. Los más fuertes trataban de cazarlos y los menos fuertes les esperaban recogiendo hierbas y raíces. Cuando volvían con la caza, comían su carne, junto con las raíces, y luego se apretaban para descansar juntos. Un día les cayó un rayo. Destrozó casi todos sus enseres, pero también comprobaron que la carne de la caza en donde había caído era mucho más fácil de comer. De tanto comer carne, empezaron a darse cuenta de más y más cosas. Así, descubrieron que algunos de aquellos animales, si los cazaban vivos, podían ser mantenidos junto a ellos sin mucho esfuerzo; a la vez, también se percataron de que algunas de aquellas plantas que comían producían unas bolitas. Esas bolitas caían al suelo y, con el tiempo, salía otra planta igual. Entonces decidieron buscar un buen abrigo, guardar los animales y cultivar las plantas. Y también aprendieron a conservar los rayos que, de vez en cuando, seguían cayendo del cielo. ¿El cielo? Cosa curiosa ésta. De ahí venían la mayoría de sus preocupaciones y alguna de sus alegrías. Necesitaban que cayera agua del cielo para que las bolitas germinaran, pero de vez en cuando caía demasiada, o muy poca, y así no había manera. Necesitaban que se cubriera de nubes -¡era entonces cuando caía agua!- pero también que brillara el sol, porque se sentían mejor, y las bolitas daban plantas más grandes.
Las tareas de la tribu se las repartían entre todos: cada vez eran más, -cuanto más se apretaban contra el frío, más individuos nacían-, y había más tareas. Todo lo hacían en grupo: podían cuidar de más animales y cultivar más plantas. Y los que no podían hacer ni una cosa ni otra porque eran mayores, cuidaban de los pequeños. Y todo funcionaba bien, y la gente era feliz. Pero había varios que, por lo que fuera, no les gustaba trabajar. Había uno al que le gustaba mirar a las estrellas y a las nubes. También, sabía más que nadie de plantas. Era muy observador. A éste le llamaremos “hechicero”. Se percató de que los demás no entendían muy bien cómo funcionaba aquello del cielo. Así que se le ocurrió que, si lograba convencerles de que era él y no otro quien podía controlar aquello, su futuro estaba asegurado sin tener que trabajar. Por si acaso los cielos no se abrían cuando a él le interesaba, decidió convencerles de que, en realidad, casi todo dependía de un ser invisible que habitaba por encima del cielo. Era difícil de contentar, pero él tenía línea directa, decía. Así que, a cambio de unos animales y de algunas plantas, él se encargaba gustosamente de negociar con el ser superior. A éste le llamaremos “dios”. A otro, amigo del anterior, tampoco le gustaba trabajar, y además se aburría con aquello de las plantas, era muy bestia. Su única cualidad era que hablaba bien y con potente voz, y a los demás de la tribu les gustaba escucharle alrededor del fuego. Le llamaremos “rey”. Aumentó su influencia sobre la tribu, y les convenció de aunar más tierras y poblados vecinos, cuantos más seamos, mejor para todos... A cambio de más animales y más plantas,  les garantizaba protección en caso de que los vecinos no quisieran pertenecer al mismo dominio. Ningún problema para él, era muy bestia y tenía varios amigos tan bestias como él y a los que tampoco les gustaba trabajar.
Al amigo, al hechicero, le gustó aquello. Al fin y al cabo, con muchas más tribus y más tierras, su amigo rey iba a tener muchos más animales y plantas (bueno, como tenía ya suficiente, aceptaba también enseres de los que la gente elaboraba en casa) y a él le seguían manteniendo con lo del dios y las plantas y eso. Así que se le ocurrió otra idea, por el bien de todos. Consciente de la bruteza de su amigo, le convenció para que hiciera creer a los del pueblo que, si era rey, lo era porque dios así lo había querido, como lo del sol y el agua. Él le ayudaría con la campaña. Entonces, podrían aunar esfuerzos: al fin y al cabo, esos pobres no entienden casi nada, y sin embargo entre nosotros dos podemos conseguir más tribus y más tierras, lo que significa más animales, más plantas y más manufacturas: tú te ocupas de protegerles y yo te doy la cobertura sobrenatural. A rey le pareció una excelente idea. Además se les ocurrió que, en caso de morir, para conservar a su pueblo unido, el siguiente rey y el siguiente hechicero fueran de sus mismas proles. Enseguida comprobaron que la cosa funcionaba perfectamente. Bueno, siempre había alguno que ponía mala cara: decía que él trabajaba, y los otros no, y que no le parecía bien, porque todos comían igual, y blá blá blá. No problem, dijeron rey y hechicero. Como siga protestando, le quitaremos la protección y diremos que no cree en dios. Nadie le seguirá, todos quieren que dios exista, para que llueva. Y si insiste, hasta podemos encerrarlo, está loco.
Y así, la sociedad de los dos amigos fue creciendo. Sus dominios eran cada vez más extensos. Tanto que era difícil protegerlos a todos por igual, pero no era grave, tenían suficiente para los dos.
Alguno de los que no estaba de acuerdo, decidió abandonar el reino, harto de lo que veía. No le gustaba trabajar para otros, pensaba que se podía proteger sólo y lo del ser por encima del cielo cada vez lo veía menos claro, incluso sin nubes. Así que se marchó. Volvió al cabo del tiempo. Y contaba cosas preocupantes. Resulta que, muy lejos, había más hechiceros, más reyes y más reinos -¡vaya, la idea tampoco había sido tan original!-, y parecía como si pugnaran con ensanchar sus territorios, tanto, que igual ponían en peligro el propio.
Hechicero y rey se juntaron a pensar, -bueno, uno más que otro-. Y hechicero, como casi siempre, tuvo una buena idea. Les diremos que el dios del que emanaba el poder de los otros reyes era muy malo, estaba confundido el pobre y sólo quería acabar con el nuestro y, por ende, con nuestro rey, tomar nuestros dominios y exterminarnos. No había más que ver los extraños ritos de aquellos otros dominios y las extrañas lenguas y aspectos de sus gentes. Son raros, diferentes, y malos. Sobre todo, muy malos.
Ah, pero los malos también decían lo mismo de estos. Y así, hecha la ley hecha la trampa, cada vez había más reyes y más dioses. Bueno, habrá que hacer algo, se dijeron todos ellos. Lo primero, establecer límites claros de cada uno de los dominios, que todo el mundo sea consciente de a qué reino pertenece y cuál es su dios. Si podemos, estableceremos tratados y alianzas con los otros reinos; si no podemos, fijaremos bien nuestros territorios y los defenderemos si nos atacan. Además, es importante que todos piensen aquí que su rey es el  mejor y su dios el más bueno. Para todo ello, es necesario que todos crean que ser de este reino y con este dios es lo mejor que les podía pasar, y que los otros están equivocados, con su dios y con su rey. Diseñaremos enseñas propias, las llamaremos banderas, y marcaremos bien las fronteras. A esto le llamaremos país. Si conseguimos que nuestros súbditos confíen ciegamente en su país y en su bandera, tenemos de nuevo el futuro asegurado, aunque haya más reinos y más dioses: aún hay tierra para todos. Necesitaremos, eso sí, más gente para colaborar en la defensa de las fronteras. A esto lo llamaremos ejércitos. Y necesitaremos más gente para hablarles del dios verdadero. A esto lo llamaremos religión. Por si acaso algún otro desea viajar y conocer algún otro país o rey o hechicero que le vaya a gustar más, no le dejaremos salir a menos que lleve un papel que sólo nosotros podemos darle. A esto le llamaremos pasaporte. Y no dejaremos de intentar convencerles de cuál es el mejor rey y el dios más bueno. Si hay guerra, como vamos a vencer, todos saldremos ganando –bueno, menos los que mueran, claro-. Y si no hay guerra, inventaremos competiciones incruentas, donde a la gente le guste mostrar y defender sus estandartes de país ante los estandartes de los demás. A esto le llamaremos fútbol. Todo para que todo el mundo sienta que su país es el mejor, y así tú y yo podamos seguir igual, igual de bien. 

Y en eso estamos.

Abril, 2013

No hay comentarios:

Publicar un comentario