viernes, 1 de enero de 2016

 Mandrágora

 

No porque hubiera menos luz su entrada fue menos radiante. Enseguida, no lo conocía, reparé en el vestido, por encima de la rodilla, liviano -adiviné- de amplio escote y con un tirante muy fino. A gran velocidad, incorporé a mi pensamiento el resto de los detalles que componían la escena: velas estratégicamente distribuidas, mesa puesta, tacones cercanos, música ligera y un leve aroma a algo agradable... es decir, puse en marcha todos mis sentidos a fin de conseguir un apropiado estado de excitación. Ya se sabe que, para estos temas,  el cerebro es el órgano más importante.

Abrazo y beso no muy largo, de primeras. Halagos y conversación intrascendente, según nos sentábamos. De esas conversaciones en que los dos saben que no están hablando de lo que están hablando sino que está claro que ambos piensan en otra cosa.

Y en éstas, liberado de la presión al sentarse quien lo lleva, el tirante cae. La conversación sigue, y es repuesto en su sitio con delicadeza dos frases más allá.

 

*  *  *

 

Al principio, percibí cierta resistencia. Evidentemente, la falta de práctica me hacía parecer más torpe de lo habitual en aquellos menesteres, pero la verdad es que no recibía ningún tipo de colaboración de la otra parte. Sabido es que siempre es más difícil alcanzar los grandes tesoros, así que decidí convertir la situación en un nuevo acicate para mis intenciones. Por otro lado, llegados hasta aquí, estaba claro que aquello sólo tenía un final posible.

Así pues, redoblé, con delicadeza pero con firmeza, todos mis esfuerzos. Esta vez, el camino parecía franco, así que sopesé la posibilidad de introducir mi lengua hasta el fondo, pero desistí rápidamente: en algún sitio había yo leído que, en este punto, hay que ser especialmente cauto. A cambio, recogí con mucho cuidado el jugo que rodeaba el centro de mi atención: a mi memoria

vinieron remotos recuerdos, sabores agrios con matices salados que hacía tiempo añoraba. A la vez, aquello parecía volver a la vida, pues en aquel momento comenzó un movimiento emergente que me hizo desear más, si cabe, el poder engullirlo por completo: de un solo golpe, lo puse entre mis labios y succioné con pasión. Ella, hasta ese momento en silencio y expectante, no pudo reprimir por más tiempo sus sensaciones. Tras esperar a que le dirigiera mi mirada, exclamó:

-¿Qué? Dime que te gusta. Para mí, no hay placer mayor.

-Tienes razón. Ya casi no me acordaba. Éstas son las que llaman francesas, ¿no?.

-Sí, -replicó-, no son tan buenas, pero el precio...

 

*  *  *

 

Como en una película, como si todo siguiera un guión preciso, el reproductor del CD cumplía el programa preestablecido y las velas parecían incombustibles mientras aquella velada continuara su curso natural. En una esquina de la mesa, un grupo de tres hacían como que asentían con nuestras palabras.

-¿Qué buena pinta! ¿Qué es?-, me preguntó.

-No lo conocía y quería probarlo-, dije. -Es Asperges vertes chaudes à la crème sure froide.

Y el tirante cayó de nuevo, y esta vez tardo cuatro o cinco frases en volver a su sitio, no sé si acompañado de una mirada con más intención. Otra vez aquella sensación de estar, ambos, pensando en otra cosa.

Primero lamió la punta, con mucha suavidad, casi imperceptiblemente. Después, tras fijar su mirada según levantaba la cabeza, se inclinó de nuevo para rodear

toda la cabeza con una mayor presión de su lengua. Se retiró de nuevo y levantó sus ojos para fijarlos en los míos: tenían un brillo especial, y junto con  una sonrisa de apacible complicidad, era la expresión que mejor definía el momento de relajada felicidad que nos embargaba. Con seguridad mi expresión era muy parecida. Por fin, se lo introdujo por completo y, con varios movimientos circulares, recogió en su boca el sabor profundo que lo envolvía.

De nuevo fuera de su boca, aplicó sobre la punta, con delicadeza, una pequeña cantidad de crema, mientras yo, inmóvil y sin parpadear, tragaba saliva imaginando cuál era el siguiente paso. Y así, otra vez dentro de aquella boca que tan cálida conocía y rodeado por aquellos labios tan calientes y también tan familiares en su calor, mordió por fin, pero sin enseñar los dientes, estirando los labios sobre el tronco y mostrando todo su agradecimiento con una lenta caída de ojos. Mi sonrisa se amplió en muestra de complicidad.

 

***

 

-¡Esto está muy rico-rico! ¿También le has puesto nombre sonoro?

-Naturalmente-, contesté con suficiencia-: Delicias del mar y de la huerta sobre lecho de las estepas.

-¡Toma ya! O sea, ...?

-O sea, pones una capa tibia de salsa tártara, encima los mini puerros, encima el salmón ahumado y adornas con el caviar... sencillo, rápido y sabroso.

 

*  *  *

 

Una vela sobre la mesa del rincón culminó su papel, no sin antes anticiparlo con unos leves destellos, como anunciando su mutis. Como quiera que pareció que

no hacíamos mucho caso, el CD terminó a su vez con el tercer disco, y enmudeció, con lo que ya no cabía más ignorancia: el guión reclamaba un cambio de escena.

Me levanté, volví a reiniciar el mismo programa -poco romántico, pero muy práctico- y volví rápidamente a mi sitio: no quería que pareciera que yo también deseaba, que sí que deseaba, el cambio de escena.

 

*  *  *

 

Para el plato principal, se trataba de que la cena no fuera pesada, me despaché con un muslo de pato. Pero claro, con su toque personal. Para la grasa va bien algo bastante dulce, así que hice una salsa de mermelada de frutas del bosque, servida como guarnición sobre una rodaja grande de patata cortada no muy  fina y cocida en la propia grasa del pato. La cosa se llamaba Sweet Home Canard, es decir, el pato que llega a su casa feliz de la islita del lago. Obvio.

 

*  *  *

 

Con mis, documentalmente demostrados, malos antecedentes en matemáticas y geometría, jamás esperé que la visión de semejante figura me inspirara tanta admiración. Tratábase de la más bella sucesión de curvas nunca antes contemplada. Primero no muy cerrada, rápidamente se convertía en una media esfera casi perfecta para confluir con la otra semiesfera que venía del hemisferio opuesto, hundiéndose ambas líneas en la línea que, húmeda, anunciaba sensaciones memorables.

Aspiré la fragancia y dejé que llegara hasta lo más profundo de mis pulmones. Sorbí el jugo y un embriagador sabor llenó todos mis sentidos. Apliqué mis labios, y el frescor de la superficie abrasó mis sentimientos.

Se trataba de la mejor forma que conozco de ennoblecer un vino corriente. Cuando levanté la mirada para exclamar algo apropiado, ella ya había dado buena cuenta del Pêche au vin de Bourgogne. No hacían falta más palabras.

 

*   *  *

 

El CD parecía reincidir en su afán por reclamar atención. Me levanté de nuevo, pero esta vez me tomé algo más de tiempo en preparar una sesión nueva.

Cuando me volví, ella estaba de pié en medio del salón. Y el tirante se había vuelto a caer. Según me acercaba a ella, levantó su brazo para devolverlo por enésima vez a su lugar, pero noté algo extraño. En lugar de dirigirse al brazo donde reposaba aquel tirante díscolo, se dirigió al hombro contrario. Apenas me dio tiempo a reconocer mi propia sorpresa.

Se bajó el otro tirante.


Enero, 1983