lunes, 1 de enero de 2018

A modo de despedida


No me gusta hablar en público, ni que me miren cuando estoy trabajando, ni siquiera me gusta mucho hablar… Vocalizo mal, soy “difícil de mirar”, soy mal fisonomista y confundo los nombres con facilidad: en una palabra, soy profesor. Habría sido un magnífico Guarda Forestal en Canadá, pero soy profesor. Supongo que debe ser por inercia: desde que tengo siete años, casi siempre que salgo de casa, voy a un cole. Claro, he aprendido muchas cosas.
Empecé en los Escolapios de la calle Sevilla. Allí, aprendí que los santos sacramentos se podían recibir también entre semana. Aquello imprimía carácter… dejaba huella. Así que mis padres, en cuanto pudieron, me cambiaron al instituto. Digo “al” instituto, porque sólo había uno, el Goya. Bueno, había otro, pero de él, por aquel entonces, sólo sabíamos que estaba en una calle lejana y recóndita, y que había chicas: un sitio muy raro.
En el Goya entré mirando al Sol y con las filas juntitas, y, diez años después, salí a la carrera y bajo negros nubarrones. Era el año 1975. Pero allí aprendí, de grandes profesores como  Carmen Sender, Romaní, Onieva, Vicuña… eso que, si existe, llaman “vocación”.
A la carrera, como digo, crucé el Paseo y entré en la Universidad. Por aquel entonces, yo tenía dos grandes metas en la vida: que la dictadura terminase y echarme novia, a cual más difícil, pensaba yo.  Sin embargo, aprendí que en la universidad todo era posible: en menos de tres meses, los objetivos estaban cumplidos. Así que me dediqué a aprender inglés.
Terminé allí y entre a trabajar en un cole privado de Zaragoza. Allí aprendí  lo que cuesta una plaza escolar. Un día, hablando con el director, le insinué que un alumno, por su muy mal comportamiento, no debería ser admitido al año siguiente. Me contestó: “Carlos, un alumno, un millón de pesetas”. Como no llevaba suelto, me apunté a la lista de interinos.
Tras un breve paso por la interinidad en Alagón, aprobé las oposiciones y al curso siguiente me dieron destino en Fraga, en el “más allá”, donde empecé a aprender que, en este negociado, los chicos no son el mayor problema, ni siquiera los padres. Como en todas las facetas de la vida, aprendí que, en el trabajo, solidaridad y compañerismo son imprescindibles, por encima de cualquier otra consideración, personal o corporativista.  Las preferencias personales no caben mucho en un servicio público.
Y después, La Almunia. Mi cole. Gran cosecha la de La Almunia: están por ahí sentados Nuria, Visi, Luis,… Fueron 12 años, 240.000 km, 6 vueltas a la tierra. En “la rueda de coches” –qué gran aportación la de “la rueda” a la enseñanza pública- pasé muchas horas de convivencia entre profes, casi todos lo habéis conocido, y en el cole aprendí, desde la gestión del centro,  a hacer de bombero todos los días. Estar en un equipo directivo es una de las más curiosas formas de masoquismo que conozco.
Vuelvo, por fin, a Zaragoza. Me dieron el Ítaca, donde aprendí a amar la música coral. Después, una corta etapa en el Miguel de Molinos, y por fin aterrizo en el Andalán, hace ahora cinco años. Lo dije en la primera comida de principio de curso a la que asistí, en donde me hicieron hablar (¡!) y lo mantengo: el mejor cole en el que he estado, y a estas alturas ya voy entendiendo un poco.
Seré breve. Miro hacia atrás, pienso en todo lo que he aprendido…  ¿Con qué me quedo? Me quedo con la mirada, con la expresión de un chico, de una chica, con cara de querer aprender. Pensadlo. ¿A que mola? ¡Mola… mazo!
Perdonen las molestias, y muchas gracias por soportarme.

Junio, 2017