No me gusta hablar en público, ni
que me miren cuando estoy trabajando, ni siquiera me gusta mucho hablar… Vocalizo
mal, soy “difícil de mirar”, soy mal fisonomista y confundo los nombres con
facilidad: en una palabra, soy profesor. Habría sido un magnífico Guarda
Forestal en Canadá, pero soy profesor. Supongo que debe ser por inercia: desde
que tengo siete años, casi siempre que salgo de casa, voy a un cole. Claro, he
aprendido muchas cosas.
Empecé en los Escolapios de la
calle Sevilla. Allí, aprendí que los santos sacramentos se podían recibir
también entre semana. Aquello imprimía carácter… dejaba huella. Así que mis
padres, en cuanto pudieron, me cambiaron al instituto. Digo “al” instituto, porque
sólo había uno, el Goya. Bueno, había otro, pero de él, por aquel entonces,
sólo sabíamos que estaba en una calle lejana y recóndita, y que había chicas:
un sitio muy raro.
En el Goya entré mirando al Sol y
con las filas juntitas, y, diez años después, salí a la carrera y bajo negros
nubarrones. Era el año 1975. Pero allí aprendí, de grandes profesores como Carmen Sender, Romaní, Onieva, Vicuña… eso que,
si existe, llaman “vocación”.
A la carrera, como digo, crucé el
Paseo y entré en la Universidad. Por aquel entonces, yo tenía dos grandes metas
en la vida: que la dictadura terminase y echarme novia, a cual más difícil,
pensaba yo. Sin embargo, aprendí que en
la universidad todo era posible: en menos de tres meses, los objetivos estaban
cumplidos. Así que me dediqué a aprender inglés.
Terminé allí y entre a trabajar
en un cole privado de Zaragoza. Allí aprendí
lo que cuesta una plaza escolar. Un día, hablando con el director, le
insinué que un alumno, por su muy mal comportamiento, no debería ser admitido
al año siguiente. Me contestó: “Carlos, un alumno, un millón de pesetas”. Como
no llevaba suelto, me apunté a la lista de interinos.
Tras un breve paso por la
interinidad en Alagón, aprobé las oposiciones y al curso siguiente me dieron
destino en Fraga, en el “más allá”, donde empecé a aprender que, en este
negociado, los chicos no son el mayor problema, ni siquiera los padres. Como en
todas las facetas de la vida, aprendí que, en el trabajo, solidaridad y
compañerismo son imprescindibles, por encima de cualquier otra consideración,
personal o corporativista. Las
preferencias personales no caben mucho en un servicio público.
Y después, La Almunia. Mi cole.
Gran cosecha la de La Almunia: están por ahí sentados Nuria, Visi, Luis,… Fueron
12 años, 240.000 km, 6 vueltas a la tierra. En “la rueda de coches” –qué gran
aportación la de “la rueda” a la enseñanza pública- pasé muchas horas de convivencia
entre profes, casi todos lo habéis conocido, y en el cole aprendí, desde la
gestión del centro, a hacer de bombero
todos los días. Estar en un equipo directivo es una de las más curiosas formas
de masoquismo que conozco.
Vuelvo, por fin, a Zaragoza. Me
dieron el Ítaca, donde aprendí a amar la música coral. Después, una corta etapa
en el Miguel de Molinos, y por fin aterrizo en el Andalán, hace ahora cinco
años. Lo dije en la primera comida de principio de curso a la que asistí, en donde
me hicieron hablar (¡!) y lo mantengo: el mejor cole en el que he estado, y a
estas alturas ya voy entendiendo un poco.
Seré breve. Miro hacia atrás,
pienso en todo lo que he aprendido… ¿Con
qué me quedo? Me quedo con la mirada, con la expresión de un chico, de una
chica, con cara de querer aprender. Pensadlo. ¿A que mola? ¡Mola… mazo!
Perdonen las molestias, y muchas
gracias por soportarme.
Junio, 2017