martes, 1 de enero de 2019

 Muchos años después

 

 

 

La vida no es sino una continua sucesión de oportunidades para sobrevivir.

Gabriel García Márquez.

 

 

 

 

Muchos años después, frente al funcionario de la cárcel de Guadalajara que le entregaba copia del auto de excarcelación, en septiembre de 1950, el ex-sargento 1º Lucidio Fernández Rodríguez había de recordar aquellos trágicos minutos que cambiarían su vida para siempre.

 

***

 

Era domingo. La misa en San Fernando había terminado hacía un rato, y los residentes en el Cuartel de Torrero dudaban entre esperar a la hora de comer o pasear por el patio bajo un reconfortante sol de febrero en Zaragoza, no exento del siempre desagradable viento. Una seria preocupación corroía las entrañas del sargento. Había buscado con la mirada al capitán cajero, y le siguió cuando este se encaminó hacia el pabellón. Era su última oportunidad, y sabía lo que se jugaba, desde una buena reprimenda hasta poder terminar arrestado en el cuarto de banderas. Él, que tenía una hoja de servicios intachable, y dos medallas. Pero siempre había sido un hombre recto, y había cosas con las que nunca iba a transigir.

— ¿No vas a saludar, “Luci”?—, dijo el brigada Jesús Del Puente Lanasa, pronunciando la última palabra con clara intención de sorna, como con musiquita y forzando voz de pito, al cruzarse con él en la puerta del Pabellón de Mando. Provenientes ambos de las clases de tropa, sus rangos, a los que se accedía por antigüedad y confianza, eran muy parecidos, como las funciones inherentes a los mismos, casi siempre administrativos, y el saludo militar entre ellos era un asunto más reglamentario o protocolario que diferenciador, no como el que debe un soldado a un oficial, ineludible en toda situación. Así que se tenían por colegas, y compartían periódicamente espacios tanto en la Plana Mayor como en el escuadrón. También, se veían habitualmente en el pabellón de los pisos, ala de suboficiales, donde ambos vivían con sus respectivas familias.

 “Luci”. Sólo Guadalupe le llamaba así, sólo cuando estaban en casa, al otro lado del patio, se utilizaba el apelativo. ¿Cómo podía Del Puente saber eso y, sobre todo, cómo se atrevía a soltárselo a la cara? El sargento siguió su camino sin saludar ni pronunciar palabra, pero las uñas empezaban a clavarse en las palmas de sus manos, puños muy cerrados, uno de sus típicos gestos de ira. Cuando les separaban no más de cuatro o cinco pasos, el brigada se detuvo en seco, se giró, y ahora sí, con voz marcial, gritó:

— ¡Sargento 1º, le he dicho que salude!

 

***

 

—Padre…

—Dime, Lucidio.

— ¿De aquello que hablamos, recuerda usted…?

— (…) Ah!, lo del Ejército… ¿Lo has pensado bien?—, contestó Julio, para darse él mismo tiempo a pensar una respuesta. Ponciano, el otro hijo, un año mayor que Lucidio, hacía tiempo que ayudaba en el campo, como Lucidio, pero la tierra, buena pero escasa, no daba para mucho más. A Mercedes, la madre, tampoco le parecía mal…un hijo militar…otros muchos se iban, y volvían para los permisos con una vida hecha y una paga segura…y Julio y ella eran jóvenes, más hijos vendrían…

—Sí, padre. Quiero ir de voluntario, y luego, si no me va mal, me puedo ir reenganchando, hacer la carrera militar, el primo ya es sargento, y aquí…ya ve usted… cumplo dieciocho la semana que viene…

Lucidio era un chico de poca estatura, pero despierto y vivaraz, le gustaba el pueblo y las labores del campo, la tierra y los animales, en especial las caballerizas. El maestro estuvo siempre muy contento con él, le decía a sus padres que al zagal le gustaban los números, que era diestro con la plumilla…, pero que pronto terminaría su tiempo en la escuela del pueblo, y que veía en el chico que podía aspirar a algo más. Pero no allí, en el pueblo, allí no había nada más. La alternativa era probar a seguir estudios en la capital, -el haría las gestiones-, o… pensar en otra cosa. ¿La capital? Bien sabían Julio y Mercedes que eso era algo inalcanzable para su economía. ¿De cura, al Seminario? No, no era familia de curas ni monjas… ¿Por qué no el Ejército?

—Sea, dijo Julio—, y los ojillos de Lucidio brillaron de alegría con una media sonrisa. —Mañana vamos al Secretario y que te haga los papeles. Nunca olvides ser un hombre de bien. Tienes nuestra bendición.

 

***

 

— ¡Sargento 1º, le he dicho que salude!

El sargento 1º Fernández también se detuvo. Imperceptiblemente para el brigada, se llevó la mano a la pistolera, movió dos dedos dentro de ella y respiró hondo. Se giró lentamente, sus ojos se tornaron diminutos, apretó los labios y su ceja izquierda se levantó ostensiblemente, a la vez que arrugaba el lado izquierdo de su cara sobre el ojo derecho.

—¡Mecagüen crista jodida…!,  murmuró.

 

***

 

Su primer destino, a la sazón el único de su carrera militar, fue Zaragoza. Y Caballería, lo cual le congratuló especialmente. Sería en el Regimiento Lanceros del Rey, 4º escuadrón, un regimiento con larga historia, con orígenes en el siglo XVI y fundado como tal en 1763. Tras diversos emplazamientos, había acabado instalado en los arrabales del sur de Zaragoza, en las playas de Torrero, donde permanecía desde 1896. Y allí ingresó, como soldado voluntario, en abril de 1915, justo al día siguiente de cumplir los 18 años. De la milicia, le gustaba sobre todo el orden y concierto que presidían todos los procedimientos. Un año  después ascendió a cabo; firmará el primer reenganche, hará carrera en las armas, y en el 18, coincidiendo con su segundo reenganche, ya era sargento. Los siguientes años son los propios de un suboficial de guarnición, con maniobras, prácticas…, la vida de un cuartel, mientras se ganaba paulatinamente la confianza de superiores y compañeros. Era un hombre de fiar, educado y cabal, cumplidor de buena gana con las órdenes y recto en su proceder, su padre estaba orgulloso de él. Le preocupaba la alta tasa de analfabetos que encontraba entre la tropa a su mando, y ahí iba a encontrar más tarde una oportunidad de desarrollar su gusto por la buena caligrafía y las cuentas bien hechas, pues compaginaría sus funciones administrativas con las clases para los reclutas. Le parecía que se lo debía a su maestro del pueblo, que tanto cariño le había demostrado cuando era niño, allá en Aguilar de Campos.

 

***

 

— ¡Qué guapa estás, Lupe!

— ¡Quita, zalamero…! ¿Qué, de paseo otra vez?

—Claro, guapa, vengo a contemplar todas las flores que salen los domingos.

—Ya…estírate el uniforme, que vienen mis amigas. Y estírate tú también…

—Y de lo otro… ¿Qué? ¿Has hablado con la señora Delfina?

—No…pero tonta no es. De todas formas, ya sabes, por la mañana a las 12, todos los domingos bajamos al Portillo…

—Está bien. Allí estaré la semana que viene.

—Muy bien. Pues allí nos vemos. Adiós.

—Adiós, guapa. Quiero que esos ojos sólo me miren a mí, para siempre…

—Lo dicho, un zalamero…

—(…)

—Uy, Guadalupe, ¿otra vez el sargentito? ¿No crees que te mereces a alguien con más porte?

— ¡Envidiosas, que sois unas envidiosas! ¡Ya quisierais…!

 

***

 

Al brigada Del Puente aquel sargento 1º le estaba importunando últimamente.  A su lado, siempre sería un recién llegado, mientras que él llevaba toda la vida en el Regimiento, con él llegó en el 88, y, no lejana su jubilación, había alcanzado el empleo de brigada, que le permitiría una vida más tranquila…y quizás más desahogada, aparte del aumento de la paga... Fernández ocupaba un puesto de escribiente de la Oficina de Mando, en concreto secretario de la oficina del Coronel, un “regalo” de su capitán –de Valladolid, como él- con motivo de su matrimonio hacía ya 10 años. Y, al lado del Coronel, se ganó la vocalía del Regimiento ante  la Junta Regional de Víveres, dos años más tarde, donde seguía mostrando su celo con las cuentas del escuadrón y del Regimiento. La Junta Regional de Víveres era un organismo que había sido creado en 1809 por José Bonaparte, Pepe Botella, para “coordinar” el abastecimiento que las tropas francesas necesitaron en su paso por España durante su reinado. Se encargaban de recabar alimentos y suministros de ayuntamientos y particulares, por las buenas o por las malas, a precio justo o sin él. Luego, con el tiempo, las Juntas se mantuvieron cuando los sucesivos ministros de la Guerra comprobaron que la estructura ya creada mejoraba la eficacia a la hora de centralizar las compras para los diferentes acuartelamientos de cada plaza. Y allí acudía el sargento 1º Fernández, al Gobierno Militar, una vez por semana, donde poco a poco, sus dudas sobre el correcto reparto a cada escuadrón dentro del Regimiento iban creciendo. Del Puente, por su parte y desde su ascenso, se ocupaba de la ayudantía del capitán cajero del Regimiento, el oficial que se encargaba de supervisar los pagos de cada escuadrón tras receptar los suministros de la Junta de Víveres.

 

***

— ¿Jesús…?

— ¿Qué quieres, Lucidio?

—Que si has mirado lo que te dije de las cuentas que firma tu capitán…

—Fernández, déjame en paz. Esos de la Junta de Víveres son unos tiquismiquis, está todo bien.

—Ya, pero es que a mí tampoco me cuadran. Mañana tengo que pasarle la firma al Coronel…

—Pues se la pasas, y punto, que no te va a fusilar. Todo está visado y revisado por mi capitán. Y tú no deberías meterte, no es tu función.

El sargento 1º Fernández respiró profundamente, ojos pequeñitos, ceja arriba, mientras el brigada le daba la espalda y se alejaba.

 

***

 

— ¡Sargento 1º, le he dicho que salude! ¡Esto es una insubordinación! ¡Venga usted al Cuerpo de Guardia!

Del Puente intentó arrastrar a Fernández por la fuerza hasta el Cuerpo de Guardia, pero no lo consiguió. Forcejearon, y el sargento echó mano de su Star 1932. El brigada, sorprendido, dio un paso atrás, decidido a pedir la ayuda del oficial de guardia. Pero un brigada con tantos años de servicio no podía demostrar falta de autoridad, y menos si le iba al oficial con el cuento de que un sargento 1º no le había saludado. No le haría caso, si no se le reía en la cara. Así que se giró de nuevo sobre sí mismo en dirección a Fernández, mientras ponía la mano en el bolsillo de su pelliza tanteando su propia arma reglamentaria, intentando que con ese gesto el sargento depusiera su actitud. Pero era tarde. Lucidio, cegado por la ira, apretó el gatillo, una primera ráfaga sonó. Dos disparos cruzaron el pecho del brigada, que abrió los ojos desmesuradamente. Mientras se derrumbaba, otra ráfaga le entró por la zona lumbar, y aun recibiría dos tiros más una vez en  el suelo, cuando, inútilmente, intentaba salvar su vida cubriéndose con los brazos.

— ¡No me tire más, que ya me has matado!

En el cercano cuerpo de guardia, el cabo de puerta estaba paralizado por la escena, mientras el teniente, que había oído las detonaciones desde el interior, había dejado su despacho y se acercaba con cautela, tragando saliva y pistola en mano, al tiempo que gritaba, entrecortadamente:

—¡Sargento…, tire el arma, sargento!

El sargento 1º Fernández, de pie, inmóvil, ojos pequeñitos, ceja levantada y respiración  entrecortada, miraba fijamente los borbotones de sangre que manaban del pecho de su compañero. Dejó caer la pistola, relajó el gesto, la mano le temblaba. Miró al oficial de guardia, volvió a mirar el cuerpo del brigada, puso los ojos como platos…y rompió a llorar.

 

***

 

—Y, ¿viviríamos en el cuartel?

—Pues claro, en cuanto nos casemos nos cederán un piso allí. Aunque, no sé, no sé…

— ¿Qué es lo que no sabes?

—Pues no sé…tú viviendo allí, tan guapa, con esos ojos, y tantos hombres a tu alrededor, todos los días…

— ¡Calla, qué tonto eres!

 

***

 

Tomó el documento, sacó una billetera atada con gomas del bolsillo interior de su chaqueta y lo guardo allí, después de doblarlo con cuidado. Miró al funcionario, esbozó un saludo, se dio la vuelta, levantó una vieja maleta y cruzó la puerta que otro funcionario le franqueaba. Respiró profundamente. Según caminaba hacia la estación, volvió a recordar todo lo que le había llevado hasta allí. Su excesiva minuciosidad con las cuentas, sus celos injustificados, sus ataques de ira…El brigada Del Puente… sus ojos se empequeñecieron otra vez… pero la visión de su viuda y sus hijos corriendo hacia la escena del crimen a través del patio cortaron enseguida un nuevo acceso de ira…Pensó en su mujer y en su hijo, cuyas vidas había arruinado. Cuando su vida juntos auguraba años de tranquilidad y feliz rutina, y después de superar la muerte de su primera hija con el nacimiento de un segundo hijo, todo se había arruinado. Guadalupe había malvivido, ente la vergüenza y la incomprensión, todos sus largos años de cárcel. Primero en Aguilar de Campos, en la casa familiar, más escondida que acogida, en un lugar ajeno, entre miradas huidizas y conversaciones en voz baja. Luego, de vuelta en Zaragoza, trabajando en otras casas, pero pensaba que ese era su sitio y que el hijo tendría mejor futuro en la ciudad, y por si algún día trasladaban a Lucidio a la prisión de allí. Y pensó en su propia vida. Dieciocho años en el pueblo, en su casa, hasta que decidió ensanchar su mundo y su vida. Diecinueve en el ejército, donde encontró su futuro, un buen lugar para desarrollar sus gustos y donde sus habilidades eran reconocidas. Después, de repente, ¿estaba eso escrito?, la ira irrefrenable, el horror. Siempre tenido por un hombre cabal, en cinco minutos todo se había derrumbado. Y luego, la cárcel. Condenado por los ganadores y por todos. Tres años en El Dueso, un paréntesis en el 37 en Santander, pero la vida no deja de acosarle: cruza las líneas andando hasta Aguilar, 250 km, donde, al poco, es denunciado, detenido y enviado de nuevo a Santoña, luego a El Puerto, Madrid II, Guadalajara…Es 1950, tiene 53 años.

No cabe duda de que sólo nosotros somos los protagonistas de nuestra propia historia. Pero ¿quién la escribe, quién es el autor de ese libro?

 

Mayo, 2020