jueves, 1 de enero de 2015

 Paseo de San Sebastián

 

Ayer volví a subir. Y es que me resisto a pensar que todo haya terminado. Estuve un buen rato sentado en el banco del principio, ya sabes. Tenía la mente como en blanco, miraba al vacío sin mirar nada, sin ver nada. Era pronto aún, y sólo pasaban los abueletes más madrugadores, los más, como siempre, mirando a los ojos, entre curiosos y descarados, sabedores de que nada ni nadie se va a atrever, siquiera, a mantenerles la mirada en desafío, como quien está de vuelta de todo. También pasaba algún grupo de estudiantes, jóvenes: por la hora, deduje que se habían fumado las clases del instituto, y caminaban contentos disfrutando del sabor de la libertad prohibida que producen las primeras transgresiones de los órdenes establecidos. Otros, con pinta de tener más experiencia en el asunto, caminaban despacio, no sé si disfrutando de la naturaleza que ya empieza a explotar o intentando pensar en cómo ocupar la mañana, un poco cansados ya de la rutina de saltarse la rutina. ¿Te acuerdas de nuestro primer día de pirola? Más que andar, corríamos por la calle frente al “Servet”, y hasta creo que percibía un leve temblor por todo el cuerpo, producto sin duda de la emoción, emoción de transgredir, pero emoción de comprobar que tú me habías elegido como compañero en tu primera escapada, que era también la mía. Por la noche, decidí que aquel había sido el día más feliz de mi vida. Saltar juntos una primera barrera une mucho: colegas, vaya, presagio que la imaginación lleva por caminos desconocidos.

Fue en ese momento cuando las fuentes echaron a funcionar, como queriendo por su parte dar la bienvenida al magnífico día de primavera que comenzaba. El rumor del agua rebotando a borbotones me hizo girar la cabeza a la derecha para comprobar que todo el Paseo había empezado a saltar de alegría, enlazando la frescura del agua con la de la reciente madrugada que ya se desvanecía apabullada por los incipientes rayos de sol. Y, sin darme cuenta, mi mirada se fijó en la gran estatua, desmesurada y desafiante, que corona las escalinatas. Siempre me había parecido demasiado blanca, aunque ahora el paso del tiempo dejaba sentir sus huellas. A su pies, la atalaya desde donde se domina la mejor vista de todo el Paseo, aquel balcón donde, jadeantes, terminábamos siempre la subida. Y también vino a mi memoria el recuerdo de nuestros alientos mezclándose la primera vez –¡entonces sí que temblaba!- muy cercas nuestras bocas, nuestros ojos dentro de los del otro, esperando a que, de una vez, pasara lo que tenía que pasar, lo que tanto había yo soñado, y tú también, sin importarnos el frío que cortaba nuestras mejillas, sin ni siquiera percibirlo. Recuerdo que luego estuvimos mucho tiempo sin hablar, como si hubiéramos hecho algo gordo, y que bajamos las escaleras otra vez, ahora en silencio, pero con las manos fuertemente entrelazadas, como si nadie fuera a ser capaz de despegarlas nunca.

Y decidí subir otra vez. Decidí volver a recorrer el paseo completo, despacio, mirando a todos los sitios que juntos hemos mirado, recreando las conversaciones que tuvimos, los proyectos que hicimos, y hasta las riñas. ¿Te acuerdas de la primera? Para mí fue la constatación de que aquella pareja era de dos, de que a partir de entonces yo tenía que empezar a pensar mucho más en tí, en lo que tu pensarías, en lo que a ti te parecería, y es que hay momentos en que te das cuenta de que ya no eres el centro del mundo, va con el final de la niñez.

Y empecé a caminar. Hacía calor ya. Y decidí rememorar la “magistral” clase de historia que te regalé aquel primer día, cuando, en perfecto maestro de ceremonias, te presentaba el parque y su historia como si fuera mío, como un regalo que quería hacerte en aquel momento, para que compartieras conmigo todo lo que yo sabía, como el buen maestro. Mira, ese es el Puente del 13 de Septiembre, construido por Primo de rivera -el padre, ¿eh?- ¿Y por qué el nombre?, preguntaste, y yo no lo supe.

Puente del 13 de septiembre. Debe su nombre a la fecha del advenimiento de la Dictadura del General Primo de Rivera (1923)

Y esto, esto es el Paseo de San Sebastián, y levantaste las cejas, como queriendo decir que San Sebastián es mucho más bonito, aunque sorprendida de que pudiera haber otra cosa en el mundo que también se llamara San Sebastián. Y la terrible pregunta que llegó en el mismo momento en que temía que pudiera llegar. ¿Por qué se llama de San Sebastián? Y yo qué sé, todo lo quieres saber…

Y allí, la estatua. ¿Y quién es? Pues el Rey. ¿Qué rey? Pues el Batallador. Y te quedaste mirándolo, como esperando una ampliación de la información. Resultó que yo me las iba a dar de listo y ahora no sabía por dónde continuar. Como digo, hay momentos en que uno deja de ser su propio ombligo.

Estatua en mármol de Carrara de Alfonso I El Batallador, rey de Aragón (1084-1134). Consagrado su reinado a la Reconquista, tomó a los moros, entre otras plazas, Tudela, Daroca y Zaragoza, donde fijó su corte en 1118.

(Aún recuerdo la cara de sorpresa del de Física, cuando te pilló los mensajes histórico-culturales que te pasé durante la primera hora del día siguiente. El pobre, por tus risas, esperaba encontrar cualquier otra cosa y el contenido le dejó sin argumentos para castigarnos)

Y seguimos caminando; mejor dicho, iba yo sólo, pero me imaginaba que tú venías a mi lado. El día prometía mucho calor, ya era verano. Y pasamos junto a uno de mis trofeos particulares, el estanque grande del centro del paseo, aquel donde, según mi madre, me caí cuando tenía dos años. Aquella anécdota no solía fallar, y esta vez tampoco. ¡Y es que no todo el mundo ha tenido la suerte de caerse en un estanque del parque a los dos años! Y fue cuando, por primera vez, aproveché para fijarme con detenimiento en tu sonrisa, y en tu boca, y desearla para mí. Me parece que te diste cuenta, porque también tú me miraste de una forma diferente. Ahora que lo pienso, estoy seguro de que fue así.

Y como se me acababa el rollo de la Historia, decidí cambiar a la botánica, y marcarme un farol de experto en especies arbóreas. Mira, esto son abetos, me parece, y esto magnolios, que son muy caros…y todo eran ganas de impresionarte, de descubrir juntos el mundo, de hacer el parque, desde aquel momento, algo nuestro, tras de depositar en el nuestras conversaciones.

Ciprés de Arizona. Familia: cupresáceas. Género: cupressus. Pequeñas hojas como escamas verde azuladas. Sutil fragancia a limón.

Magnolia de hoja caduca. Familia: magnoliáceos. Género: magnolia. Especie: solangianas. Grandes hojas, lustrosas flores blancas y olorosas. Semillas rojas en sus frutos como piñas de otoño.

A continuación, el Jardín Botánico. Cruzamos, y lo que en principio se me presentó como una magnífica oportunidad de seguir ofreciéndote regalos, pronto se tornó de nuevo en demostración de mi ignorancia. Gracias que los cartelitos amorosamente distribuidos por el jardín se encargaron de dejar las cosas en sus justos términos. Además, yo no tenía por qué saber tanto de árboles: de hecho, creo que nadie en el mundo, conoce tantas especies diferentes de árboles. En realidad, a excepción de los naranjos amargos de la entrada, la verdad es que no sé casi nada de árboles. Y el reloj de agua en el estanque, maravilla del bricolaje jardinero que sólo una vez hemos llegado a ver funcionar, eso sí, juntos, como muy poca gente.

Salí otra vez al Paseo. Avanzaba la mañana, se veía ya más concurrido, ahora con los pequeños que salen a las doce, aprovechando hasta el último minuto ante de llegar a casa. A la derecha, el quiosco de la música, que ante estuvo en la Plaza de José Antonio –ahora sí, el hijo- luego de Los Sitos, como antes. Y también recordé aquel domingo de verano en que, todo serios, nos sentamos a escuchar el concierto de la banda. Daba el sol de plano y no aguantamos mucho tiempo, pero salimos de allí muy dignos, con la certeza de haber hecho algo por nuestra cultura musical, siempre tan escasa.

Kiosko de la música. Realizado por los hermanos José y Manuel Martínez de Ubago en 1909 para la Exposición Hispano-francesa celebrada en nuestra ciudad. Joya del modernismo zaragozano.

Llegué al final, donde pusieron aquella fuente tan grande que antes estuvo en la plaza de Paraíso, que luego desmontaron porque se hundía, dijeron. Aquí luce muy bien, y en aquel momento me pareció que, al llegar poco tiempo funcionando, despedía sus chorros con mayor energía. En cualquier caso, pensé que era muy afortunado en disfrutar de ella casi para mí sólo. Para, en seguida, lamentar no poder compartir el momento contigo. Se levantaba una fresca brisa.

Y recordé también cuando fuimos aquella noche de verano a ver el espectáculo de luz y sonido. Habíamos ido pronto para coger un buen sitio en uno de los bancos de allí, y tuvimos suerte, pues nos sentamos en uno que quedaba bastante cubierto por las espesas ramas de un árbol (sin especificar, era de noche). Y aunque había hecho calor aquel día, contemplamos la sinfonía de colores muy juntos, abrazados, más atentos yo creo al palpitar de nuestros cuerpos que a otra cosa, como reconfortados con la complicidad del árbol. Recuerdo que, en otra circunstancia, podría haberse dicho que aquello era un poco aburrido; pero la música, adecuada, conseguía que lo siguiéramos con atención y, además, en el fondo, no queríamos que terminara nunca. Pero terminó, y nos alegramos cuando, en poco tiempo, casi toda la gente que nos rodeaba había desaparecido, para dejarnos a solas con nosotros.

Y cuando luces y sonido se apagaron en mi memoria, levanté la vista, lentamente, como subiendo los peldaños con la mirada.

Y volví a subir.

En principio, nunca me ha gustado la idea de acceder a la retorcida voluntad del artista: seis tramos que suben en zigzag y que sólo sirven para cansarte más, pensaba. Pero luego te das cuenta de que la intención es amortiguar el efecto de la pendiente  y así te cansas menos. Como la primera vez que subimos juntos, cuando el esfuerzo aplicado a las ganas de llegar -¿para qué?- quedaba sobradamente compensado por la alegría de la tarea en su desarrollo, cuando se conoce el final feliz. Y te parabas para observar la caída del agua en sus diferentes tramos, pero cuando yo me acercaba, zalamero, tú reanudabas la subida. Y por fin, jadeantes, llegábamos al balcón. La vista es magnífica. Campitos de Marte, y la ciudad que emerger sobre la espesura. Toda la Avenida se abría a nuestros pies, como se me presentó ayer, confiado en que, de nuevo, tomaba posesión de algo que siempre he sentido como mío, como nuestro. Pero tú ya no estabas. Y las hormiguitas que circulaban en todas direcciones, cada vez más abundantes, lo hacían absurdamente ajenas a mi presencia allí y, lo que es peor, ajenas a tu ausencia.

La brisa se tornaba en viento, y me recordó aquel tiempo cuando no lo notábamos en la cara. El sol ya no calentaba, y recorrí con la mirada, ahora en sentido contrario, el camino andado. Al fondo, como ausente, testigo de citas pasadas, la torre de la Feria de Muestras, sobria en su desconocida funcionalidad. Desde aquí busqué el banco del principio, ya sabes, pero la vegetación me lo impedía. Pero sí que deje de nuevo que mi mente tendiera su puente con los pensamientos que me asaltaron apenas una hora antes, en aquel banco, y mi mente volvió a volar vacía, más fácil ahora frente al vacío, vacío de ti. El otoño llegaba puntual a su cita.

Una extraña sensación a mi espalda hizo que girara sobre mí. El Rey Alfonso, más que sujetando, agarrado a su propia espada, comenzaba a atenuar su límpido brillo y, receloso, volvía la mirada hacia unos negros nubarrones que surgían tras de sí.

Comencé a bajar. Y parecía que la tormenta era inevitable. No me importó, pensé, tampoco era la primera vez. Aunque también hubo un primer chaparrón junto a ti, cuando esa escalinata no existía, y apenas tuvimos tiempo para refugiarnos en el “Flandes y Fabiola” donde, mientras esperábamos a que amainara la lluvia, alguien nos contó que el nombre procedía de pasadas historias de la emigración.

Apreté el paso escaleras abajo, girando a la derecha para alcanzar la civilización por el camino más corto. Además, no quería desandar el Paseo, como buscando, desesperadamente, no violar los recuerdos que allí nos quedaban. Pero el destino, siempre traidor, me hizo tomar la calle aquellas que luego fue testigo de nuestra primera escapada.

Empezaba a llover con fuerza. Y en seguida llegué a Ruiseñores. Su tradicional aspecto se señorial tranquilidad se había tornado, por efecto de las nubes, la lluvia y el viento, en sombrío y desagradable Las hojas marchitas volaban calle arriba, e iban a depositarse a las puertas del instituto, para hacer que mi vista, fugazmente, se parara en su gran jardín, que ahora mismo parecía cumplir su papel, el de perfecto decorado de casona de pasado mejor que ahora, sombría también, que albergaba actores de profundos dramas románticos. Sus grandes árboles desnudos confirmaban la llegada del invierno.

Pocos minutos después, los ruidos de la ciudad me devolvieron a la realidad. Pero al zambullirme en la gran urbe, no pude dejar de traer a mi memoria, por una última vez, todo lo que hemos llegado a compartir juntos. Atrás quedaba nuestro parque con nuestro paseo, las escalinatas y el balcón, todo allí, todo nuestro, pero ya no a partir de ahora, todo aquello pasaría a otras manos, a otros corazones y a otras historias, a cualquier otra mañana de mayo en el Paseo de San Sebastián en el que, dos manos unidas decidan  ascender los complicados escalones para juntar sus miradas buscando juntos en el gran vacío. Siempre te buscaré.

 

Noviembre, 1995